SE REANUDA LA LIGAMX LEÓN VS MAZATLÁN

viernes, marzo 28, 2008

ANÁLISIS

PROCESO
El "agape" y la traición
Por Javier Sicilia
Proceso 1638/23 de marzo de 2008 p. 48

Acabamos de celebrar una fiesta religiosa importante: la Semana Santa. Más allá de creencias o no creencias, esa semana –un momento de detención en el tiempo, que los modernos llamamos puerilmente vacaciones- nos atraviesa a todos. Las fiestas, en este sentido, son misterios, y todo misterio llama a la reflexión. El de Semana Santa –inmenso en su profundidad- toca el tema fundamental no sólo del cristianismo, sino de la vida del hombre: el amor. No el amor eros, tampoco el de la amistad (filia), sino uno, terriblemente manoseado, corrompido y pervertido por el boato de cierta institución clerical, por la puerilidad de los valores burgueses y, para hablar de nuestro país, por ese partido que, semejante a las democracias cristianas, se dice de “inspiración” cristiana: el PAN. Ese amor que, como dice Bobin, “falta en todo amor”, se llama caridad o, para usar el término griego, menos envilecido, agape.
Contrariamente a lo que la mayoría de los cristianos muestra –de ahí el desprecio y enojo que provocan congregaciones como los Legionarios de Cristo o los actos de nuestros peores obispos y funcionarios políticos- y claramente revelado en el siglo de la Cruz es un amor de disminución, de potencia que se vacía de sí y que tiene su base en dos momentos anteriores: la Navidad –la fiesta de la Encarnación, des descendimiento de lo alto hacia lo bajo, de la kenosis (el vaciamiento) de Dios- y la creación. Dios –decía Simona Weil, “la Virgen Roja”, como la llamó Durruti- sólo pudo crear el mundo retirándose, renunciando a su poder omnipresente (de lo contrario sólo habría Dios) y mostrándose bajo la forma de la ausencia, del secreto, del retiro en lo creado (de lo contrario no habría nada). Ese acto creador es la primera expresión del agape. “Dios –escribe Weil- creó por amor, para el amor, ese agape, no es, al igual que lo muestran sus correlatos: la Navidad y la Cruz, un plus de ser y de potencia, sino una disminución, una debilidad, un renunciamiento.
El texto más bello sobre ese amor lo escribió San Pablo en la primera epístola a los corintios XIII. Es un amor apasionado y loco, pero más profundo en su locura que el de los enamorados –siempre egoísta, siempre lleno de sí, aunque a veces su lenguaje y su sensibilidad sirvan entre los místicos para expresarlo-. Es el amor de la Cruz, que está en el corazón de la Semana Santa.
A diferencia de la ley del conatus, esa ley que a decir de Tucídides es la de la fuerza que se ejerce como potencia que gobierna: “Siempre, por una necesidad de su naturaleza, todo ser ejerce la totalidad del poder que se dispone”; a diferencia de la hipocresía panista, que enmascara su conatus bajo el agua de rosas de una caridad degradada, el agape es un amor que se retira, que se niega a ejercer el poder para, como los padres hacen con sus hijos, dejamos más lugar, más libertad, para no impedirnos existir; para no aplastarnos con su poder; para mostrarnos la medida profunda del sentido de la vida humana en el mundo. El poeta Pavese lo dijo dolorosamente en su diario El oficio de vivir: “Serás amado el día en que puedas mostrar tu debilidad sin que el otro la utilice para afirmar su fuerza”. “Es –dice el lúcido ateísmo de Compte-Sponville- la modalidad de amor más escasa, más preciosa, más milagrosa. ¿Retrocedes un paso? El otro retrocede dos para dejarte más lugar, para no aplastarte, no invadirte, no empujarte, para permitirte más espacio, libertad, aire, y tanto más cuanto más débil te siente, para no imponerte su potencia, ni siquiera su alegría o su amor, para no ocupar todo el espacio disponible, todo el poder disponible”.
Agape es un amor gratuito y, en el orden del egoísmo humano, inútil. Un amor tremendamente paradójico, un amor –lo dice el horror de la Cruz- que está –parafraseo a Illich cuando habla del silencio que la acompaña- más allá del azoro y de las preguntas, más allá de las posibilidades de una respuesta racional. Es el amor impotente mediante el cual Dios creó, se encarnó, murió como un criminal, descendió a los infiernos –el sitio más sombrío de las sombras- y redimió al mundo. En apariencia, es decir, en el orden de nuestro egoísmo utilitario, ese amor fue inútil.
Nacido para redimirnos, el hijo de María murió aplastado por los poderosos de su pueblo y del Imperio Romano, abandonado de los suyos y traicionado por Pedro y Judas, a quien amó, pero a quien no pudo salvar. Y sin embargo, en esa impotencia querida y aceptada, en esa gratitud inútil de agape, se encuentra el misterio de la redención, su llamado inmenso, que culmina en la resurrección: la transfiguración del hombre en el amor.
El agape es todo lo contrario de la arrogancia que no ha dejado de desplegar la corrupción panista y su modelo de desarrollo; lo contrario de ese plus que está en la base de las aspiraciones de la globalización que en su lugar ocupa todo el espacio disponible, que despoja y aplasta todo lo que no se le parece; es lo contrario de esa ley del conatus que está en el corazón de todos los partidos, en la de muchos prelados de la Iglesia, y en la exaltación individualista de la vida moderna. Detenerse para pensarlo es redescubrir su grandeza y mirarnos en su espejo como traidores.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.

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