Parece que se avecina, ahora sí, una profunda reforma legal cuyo propósito, contenido y alcances no están todavía bien definidos. Se habla de una “refundación del Estado mexicano”, de la “redacción de una nueva Constitución”, de una “revisión y actualización a fondo” de la que actualmente nos rige, etc., etc. Pero lo que sí está claro es que la mentada reforma no surge de un reclamo popular, no es una demanda sentida de las grandes mayorías de la nación, sino que nace de la necesidad que sienten los partidos, los grupos con poder económico y los intelectuales al servicio de ambos, para hacer más tersa y menos conflictiva la lucha por el poder político, para garantizar que se respetará su derecho a gobernar cuando así lo digan las urnas y para crear las condiciones que les permitan, llegado el caso, ejercer el poder sin obstáculos ni tropiezos debidos a la acción de los grupos perdedores, tal como sucede hoy en día. La preocupación que yace en el fondo de esta fiebre refundadora no es encontrar remedios rápidos y efectivos a la tremenda desigualdad social que nos agobia, sino crear caminos expeditos y seguros para arribar al poder y para ejercerlo con toda tranquilidad.
Se dice que un pueblo de leyes es un pueblo libre. Pero este aserto no es incondicionalmente cierto como creen algunos. La verdad completa es que un pueblo de leyes es verdaderamente libre, sólo si tales leyes brotan del pueblo mismo, es decir, si son la expresión jurídica de sus costumbres (ancestrales o recientes), de su práctica social e histórica, o, cuando menos, si han sido aprobadas por la libre voluntad de todos. Una ley creada y aplicada sin más por una minoría, aunque esta minoría se diga y se crea representante de la sociedad, no hace más libres a los ciudadanos; por el contrario, es un eslabón más de la cadena de prohibiciones y esclavitudes en que ha devenido el quehacer parlamentario de nuestros días en todo el mundo. Un ejemplo útil lo constituyen las leyes que crean impuestos nuevos para las clases de menores ingresos y que en el nombre llevan impreso su pecado de origen. En efecto, la imposición de nuevos gravámenes a las clases trabajadoras fue el último derecho que se reservaron para sí los pueblos, al darse cuenta que iban perdiendo su papel de legisladores supremos frente al absolutismo feudal y ante los parlamentos de las democracias “modernas”, derecho que ejercían a través de las llamadas “Cortes” o “Estados Generales”. Por eso, cuando el poder central prescindió de la consulta con la voluntad colectiva para decretar nuevas cargas impositivas, no tuvo más remedio que asumir que eso no era ya legal, legítimo, sino una simple y llana imposición. De ahí el nombre de “impuestos”.
Y la carencia de legitimidad, de carácter libertario de las leyes actuales, no se redime con la famosa “representatividad” y la “delegación de poderes” por parte de su propietario original que es el pueblo, porque en el fondo tampoco hay representatividad verdadera. Lo que hay es, como escribió alguna vez Trotsky, un “sustitutismo” que termina en punta, es decir, en la dictadura de un solo individuo o de un reducido grupo de individuos que responden a sus propios intereses y no a los de sus electores: el partido sustituye al pueblo, los diputados sustituyen al partido, el “coordinador” de la bancada sustituye a los diputados y, finalmente, un pequeño círculo de iniciados lo decide todo. El resto del parlamento se limita a levantar la mano. Ahora bien, la única ley que escapa a este círculo de simulación es, precisamente la Constitución General o Carta Fundamental del país, y esto se debe a que tales Cartas casi nunca son el resultado de la actividad legislativa “normal” de los parlamentos, sino el fruto de revoluciones populares en contra del poder establecido y de sus instituciones respectivas. Las constituciones más vigorosas, justicieras y representativas, son las que han brotado de un alzamiento popular, que no es más que la forma plebeya en que el pueblo reasume su papel de legislador originario y supremo e impone sus intereses y su voluntad a las fuerzas conservadoras del sistema. Sólo una Constitución así tiene garantizado el respeto y el acatamiento de los ciudadanos a quienes está destinada.
Se equivocan, pues, gravemente, quienes sueñan con hacer una nueva Constitución, con refundar al Estado mexicano, mediante acuerdos de cúpula. El único camino, el que garantiza sus resultados, es una Asamblea Constituyente en la cual se encuentre representado, y de manera cabal, el pueblo llano, la masa popular en quien reside originariamente el poder político y la facultad de delegarlo a quien ella considere de fiar. Tal asamblea debería integrarse mediante mecanismos que realmente garanticen su representatividad y, además, fáciles de entender e instrumentar, por ejemplo, con un delegado por cada diez mil ciudadanos, lo que daría una asamblea de unos diez mil delegados que bien pueden reunirse en el Auditorio Nacional para deliberar con toda comodidad. Este mecanismo es muy superior a la pantomima de hacer elaborar el documento por un reducido grupo de especialistas, para luego someterlo al voto ciudadano, porque esto último reduce al pueblo al papel pasivo de sólo aprobar o rechazar algo que ni siquiera conoce a fondo, sin poder proponer ni opinar sobre el contenido de lo que se somete a su consideración. De seguirse semejante procedimiento, la nueva Constitución será, en vez de garantía de paz y de estabilidad, un nuevo motivo de inconformidad y descontento. Y acelerará los conflictos sociales, es decir, se convertirá en catalizador de aquello que es justamente lo que se quiere evitar. Y si no, al tiempo.
Se dice que un pueblo de leyes es un pueblo libre. Pero este aserto no es incondicionalmente cierto como creen algunos. La verdad completa es que un pueblo de leyes es verdaderamente libre, sólo si tales leyes brotan del pueblo mismo, es decir, si son la expresión jurídica de sus costumbres (ancestrales o recientes), de su práctica social e histórica, o, cuando menos, si han sido aprobadas por la libre voluntad de todos. Una ley creada y aplicada sin más por una minoría, aunque esta minoría se diga y se crea representante de la sociedad, no hace más libres a los ciudadanos; por el contrario, es un eslabón más de la cadena de prohibiciones y esclavitudes en que ha devenido el quehacer parlamentario de nuestros días en todo el mundo. Un ejemplo útil lo constituyen las leyes que crean impuestos nuevos para las clases de menores ingresos y que en el nombre llevan impreso su pecado de origen. En efecto, la imposición de nuevos gravámenes a las clases trabajadoras fue el último derecho que se reservaron para sí los pueblos, al darse cuenta que iban perdiendo su papel de legisladores supremos frente al absolutismo feudal y ante los parlamentos de las democracias “modernas”, derecho que ejercían a través de las llamadas “Cortes” o “Estados Generales”. Por eso, cuando el poder central prescindió de la consulta con la voluntad colectiva para decretar nuevas cargas impositivas, no tuvo más remedio que asumir que eso no era ya legal, legítimo, sino una simple y llana imposición. De ahí el nombre de “impuestos”.
Y la carencia de legitimidad, de carácter libertario de las leyes actuales, no se redime con la famosa “representatividad” y la “delegación de poderes” por parte de su propietario original que es el pueblo, porque en el fondo tampoco hay representatividad verdadera. Lo que hay es, como escribió alguna vez Trotsky, un “sustitutismo” que termina en punta, es decir, en la dictadura de un solo individuo o de un reducido grupo de individuos que responden a sus propios intereses y no a los de sus electores: el partido sustituye al pueblo, los diputados sustituyen al partido, el “coordinador” de la bancada sustituye a los diputados y, finalmente, un pequeño círculo de iniciados lo decide todo. El resto del parlamento se limita a levantar la mano. Ahora bien, la única ley que escapa a este círculo de simulación es, precisamente la Constitución General o Carta Fundamental del país, y esto se debe a que tales Cartas casi nunca son el resultado de la actividad legislativa “normal” de los parlamentos, sino el fruto de revoluciones populares en contra del poder establecido y de sus instituciones respectivas. Las constituciones más vigorosas, justicieras y representativas, son las que han brotado de un alzamiento popular, que no es más que la forma plebeya en que el pueblo reasume su papel de legislador originario y supremo e impone sus intereses y su voluntad a las fuerzas conservadoras del sistema. Sólo una Constitución así tiene garantizado el respeto y el acatamiento de los ciudadanos a quienes está destinada.
Se equivocan, pues, gravemente, quienes sueñan con hacer una nueva Constitución, con refundar al Estado mexicano, mediante acuerdos de cúpula. El único camino, el que garantiza sus resultados, es una Asamblea Constituyente en la cual se encuentre representado, y de manera cabal, el pueblo llano, la masa popular en quien reside originariamente el poder político y la facultad de delegarlo a quien ella considere de fiar. Tal asamblea debería integrarse mediante mecanismos que realmente garanticen su representatividad y, además, fáciles de entender e instrumentar, por ejemplo, con un delegado por cada diez mil ciudadanos, lo que daría una asamblea de unos diez mil delegados que bien pueden reunirse en el Auditorio Nacional para deliberar con toda comodidad. Este mecanismo es muy superior a la pantomima de hacer elaborar el documento por un reducido grupo de especialistas, para luego someterlo al voto ciudadano, porque esto último reduce al pueblo al papel pasivo de sólo aprobar o rechazar algo que ni siquiera conoce a fondo, sin poder proponer ni opinar sobre el contenido de lo que se somete a su consideración. De seguirse semejante procedimiento, la nueva Constitución será, en vez de garantía de paz y de estabilidad, un nuevo motivo de inconformidad y descontento. Y acelerará los conflictos sociales, es decir, se convertirá en catalizador de aquello que es justamente lo que se quiere evitar. Y si no, al tiempo.
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